No es fácil conciliar el sueño en El Cairo cuando te alojas en una habitación exterior de los primeros pisos si el hotel es demasiado céntrico. Si a eso unes la excitación de un nuevo viaje hacia lugares exóticos y desconocidos, es normal que cueste dormir. Así que Ra se desperezó tras el horizonte antes de que yo consiguiese descansar.
Salimos de El Cairo a las 8.35 según las notas de mi cuaderno de viaje, y tras una parada en un mercado para comprar un poco de agua y fruta, enfilamos la carretera del desierto en dirección oeste. Y dejando a la derecha el Dream Park y más tarde a la izquierda el Magic Park 2000, volví a internarme en las familiares arenas del Sáhara, aunque esta vez en el extremo opuesto del continente al Sáhara mauritano. Tres horas y media después pasábamos uno de los controles de policía del desierto, y unos kilómetros más allá pagamos la imprudencia de calcular mal la capacidad del depósito de gasolina. Al quedarse sin combustible, el motor del coche se negó a continuar y nos quedamos tirados en medio de la nada. Por eso recomiendo siempre a los viajeros que deciden internarse en un desierto que no escatimen en precauciones y repasen una y otra vez hasta el último detalle. Verse sin gasolina en medio de la arena no es una sensación tranquilizadora, y es inevitable que, a pesar de que mis guías Ibrahim y Shaib intentaban tranquilizarme, viniesen a mi mente las historias que había escuchado en Mauritania, como la del funcionario del censo y sus guías nómadas, muertos al beberse hasta el agua del radiador del coche tras quedarse tirados en medio del Sáhara.
Afortunadamente, la fruta, las galletas y el agua que habíamos comprado en El Cairo hicieron más llevadera la espera hasta que un vecino del oasis más cercano nos encontró y nos prestó ayuda. Y así pude llegar a Bahariya.
El oasis de Bahariya está a unos doscientos setenta kilómetros de El Cairo, al inicio del llamado «desierto negro». Ocupa una depresión de dos mil kilómetros cuadrados. Su capital es el pueblo de Al Bawiti. Allí pude visitar el museo de Mahmoud Eed, recomendable para todos los viajeros que se internen en esta región del Sáhara.
Mahmoud Eed es el sobrino de un conocido santón musulmán, famoso en toda la región de Bahariya por sus poderes curativos. Ahmed Eed, según me explicó su sobrino, era capaz de curar cualquier enfermedad relacionada con los huesos, el reuma, etc., sólo utilizando las páginas del Corán y la ayuda de los yinnas. De hecho, el emblema del museo de Mahmoud Eed es la imagen del mausoleo de su tío, situado a unos pocos kilómetros de Bawiti y que pude visitar gracias a sus indicaciones. La puerta estaba abierta, a diferencia de otros mausoleos que visité en los oasis, para que cualquier peregrino pueda presentar sus respetos al santón. Pero hay algo más interesante en el museo de Mahmoud en Bahariya. Y es que entre los cientos de piezas y esculturas que conforman su colección artística destacan algunas figuras de criaturas mitológicas, a medio camino entre humanos y monstruos, que la imaginación popular identifica con los yinnas, los genios del desierto que ayudaban al tío a realizar las milagrosas curaciones y que, como expliqué anteriormente, aparecen reflejados en el Corán.
Según las supersticiones rurales de todo el mundo islámico, los yinnas son seres inteligentes, a medio camino entre Alá y los humanos, pero carentes de una forma física definida, por lo que pueden adoptar cualquier apariencia. Apariencias, como las que Mahmoud Eed quiere ilustrar con sus obras del museo de Bahariya.
Esa noche la pasé en el desierto. Unos amigos beduinos de Ibrahim y Shaib nos invitaron a su jaima. Y después de bailar y cantar al ritmo de sus flautas y tambores, y tras una cena a base de cordero y cous-cous, del que todos comíamos con las manos, compartiendo la misma bandeja, me retiré a contemplar una espectacular luna llena sobre el Sáhara y a meditar sobre los yinnas. Supongo que si hay algo que une a los seres humanos, sin distinción de razas, credos, clase social o sexo, es la necesidad de consuelo y la cobardía ante la responsabilidad por los propios actos. Quizá por eso los musulmanes buscan en los genios la ayuda para sus problemas, o la justificación para las malas rachas, que generalmente se deben a nuestra propia torpeza. Igual que los cristianos lo hacen con los ángeles o los demonios, los hindúes con los devas y los ashuras, etc. Freud decía que Dios no hizo al hombre, sino que el hombre hizo a Dios, a los dioses, a su imagen y semejanza. Por eso, en todas las culturas del mundo, los dioses tienen comportamientos tan sospechosamente humanos.
Amaneció, y con la luz del sol las cosas se ven más claras. Así que decidí aprovechar los días que pasaría en Bahariya para ver todo lo que ese oasis puede ofrecer al viajero. Y no es poco. Disfruté de las fuentes termales, como las de Al Beshmo, Al Muftala o la sulfurosa de Bir Al Ramla, que pueden obrar milagros con los huesos cansados por el viaje; visité el templo de Ain Al Muftella, la cordillera caliza de Quarat Al Hilwa y el templo de Alejandro, donde se encontró la única imagen de Alejandro Magno descubierta en todo Egipto. Pero, evidentemente, lo único que el viajero no puede dejar de ver en Bahariya son las momias de oro, el último gran descubrimiento arqueológico en Egipto, equiparado (interesadamente) por Zahi Hawass a la tumba de Tutankamon.
Cuando yo llegué a Bahariya todavía se llevaba con gran secretismo el descubrimiento de las momias de oro. Existía una orden expresa desde El Cairo, dictada por el doctor Zahi Hawass, de que no se permitiese tomar fotos ni imágenes de las fosas donde estaban las momias, así que nos costó un gran esfuerzo convencer al inspector arqueológico del oasis, uno de los egiptólogos responsables del museo de Bahariya, el doctor Muhammad Ayad, para que nos diese permiso para visitar las momias y nos acompañase a la excavación.
Tras exponerle mi sincero interés personal y mis honestas intenciones, sólo me puso una condición: que no publicase ninguna foto ni imagen de lo que iba a ver hasta que Hawass levantase el velo de confidencialidad que protegía el descubrimiento. Y así lo hice. De hecho nunca publiqué ni esas ni otras muchas fotos o vídeos de este y otros lugares similares.
En una fecha indeterminada, el asno de un vigilante del templo de Alejandro Magno se hundió accidentalmente en una fosa de arena, y su propietario, al intentar rescatarlo del agujero en el que se había caído, descubrió el mayor emplazamiento de momias del mundo. Las momias de oro de Bahariya deben su nombre a unas máscaras doradas que cubren sus rostros, y que ante el haz de mi linterna parecían cobrar vida, mirando furiosas al extranjero que osaba profanar su sueño. No me extraña que el mismo doctor Hawass, según me confesó personalmente, tuviese pesadillas durante varias noches con dos de las momias infantiles que extrajo de Bahariya y que sólo cesaron cuando volvió a reunirlas con las de sus padres.
En las fosas principales pude ver apenas una docena de momias, extraídas de sus nichos, y mal protegidas del viento y las inclemencias con telas, o incluso con una puerta de armario colocada encima. Según los cálculos de Zahi Hawass, en Bahariya podía haber unas diez mil de aquellas momias, que no serán extraídas de sus fosas, por el momento, sencillamente porque ya no queda más sitio físico en los museos para colocarlas y clasificarlas debidamente. Y si han aguantado tantos siglos enterradas en la arena, es porque no existe mejor conservante natural para una momia. En la actualidad, el viajero puede contemplar algunas de las momias de oro tanto en el Gran Museo Egipcio de Antigüedades de El Cairo como en el museo de Bahariya. Y lo mismo puede decirse, según me explicó el doctor Hawass, del 70 por ciento de las antigüedades egipcias. «No hemos desenterrado más que un 30 por ciento», me explicó el máximo responsable de la arqueología en Egipto en su despacho de la meseta de Giza.
Lo que no me explicó es que el descubrimiento de las momias de oro se mantuvo durante muchos años en secreto, esperando el momento oportuno, esto es, alguna bajada del nivel de afluencia turística al país del Nilo. Cuando el inspector arqueológico de Bahariya, Muhammad Ayad, me desveló que el descubrimiento de las momias de oro data de principios de los 90, aunque no se publicó su existencia hasta finales de la década, confieso que no podía entender ese secretismo:
«Mr. Carballal, Egipto vive del turismo. No podemos prescindir de él. Por eso, cuando los turistas dejan de venir, debemos tener algo para volver a interesar a la prensa internacional, y que el turismo vuelva a visitarnos. Si se fija, la mayoría de estas noticias aparecen en los meses de verano, o un poco antes... para que los turistas tengan tiempo de decidir que el destino de sus vacaciones debe volver a ser Egipto».
El arqueólogo me había dado, sin saberlo, otra clave fundamental que me ayudaría a comprender cosas como lo que yo vi con mis propios ojos en la quinta cámara de descarga de la Gran Pirámide de Keops, ya que no lo he visto publicado en ninguno de los libros, documentales o páginas web sobre el Egipto faraónico que conozco...
Según las supersticiones rurales de todo el mundo islámico, los yinnas son seres inteligentes, a medio camino entre Alá y los humanos, pero carentes de una forma física definida, por lo que pueden adoptar cualquier apariencia. Apariencias, como las que Mahmoud Eed quiere ilustrar con sus obras del museo de Bahariya.
Esa noche la pasé en el desierto. Unos amigos beduinos de Ibrahim y Shaib nos invitaron a su jaima. Y después de bailar y cantar al ritmo de sus flautas y tambores, y tras una cena a base de cordero y cous-cous, del que todos comíamos con las manos, compartiendo la misma bandeja, me retiré a contemplar una espectacular luna llena sobre el Sáhara y a meditar sobre los yinnas. Supongo que si hay algo que une a los seres humanos, sin distinción de razas, credos, clase social o sexo, es la necesidad de consuelo y la cobardía ante la responsabilidad por los propios actos. Quizá por eso los musulmanes buscan en los genios la ayuda para sus problemas, o la justificación para las malas rachas, que generalmente se deben a nuestra propia torpeza. Igual que los cristianos lo hacen con los ángeles o los demonios, los hindúes con los devas y los ashuras, etc. Freud decía que Dios no hizo al hombre, sino que el hombre hizo a Dios, a los dioses, a su imagen y semejanza. Por eso, en todas las culturas del mundo, los dioses tienen comportamientos tan sospechosamente humanos.
Amaneció, y con la luz del sol las cosas se ven más claras. Así que decidí aprovechar los días que pasaría en Bahariya para ver todo lo que ese oasis puede ofrecer al viajero. Y no es poco. Disfruté de las fuentes termales, como las de Al Beshmo, Al Muftala o la sulfurosa de Bir Al Ramla, que pueden obrar milagros con los huesos cansados por el viaje; visité el templo de Ain Al Muftella, la cordillera caliza de Quarat Al Hilwa y el templo de Alejandro, donde se encontró la única imagen de Alejandro Magno descubierta en todo Egipto. Pero, evidentemente, lo único que el viajero no puede dejar de ver en Bahariya son las momias de oro, el último gran descubrimiento arqueológico en Egipto, equiparado (interesadamente) por Zahi Hawass a la tumba de Tutankamon.
Cuando yo llegué a Bahariya todavía se llevaba con gran secretismo el descubrimiento de las momias de oro. Existía una orden expresa desde El Cairo, dictada por el doctor Zahi Hawass, de que no se permitiese tomar fotos ni imágenes de las fosas donde estaban las momias, así que nos costó un gran esfuerzo convencer al inspector arqueológico del oasis, uno de los egiptólogos responsables del museo de Bahariya, el doctor Muhammad Ayad, para que nos diese permiso para visitar las momias y nos acompañase a la excavación.
Tras exponerle mi sincero interés personal y mis honestas intenciones, sólo me puso una condición: que no publicase ninguna foto ni imagen de lo que iba a ver hasta que Hawass levantase el velo de confidencialidad que protegía el descubrimiento. Y así lo hice. De hecho nunca publiqué ni esas ni otras muchas fotos o vídeos de este y otros lugares similares.
En una fecha indeterminada, el asno de un vigilante del templo de Alejandro Magno se hundió accidentalmente en una fosa de arena, y su propietario, al intentar rescatarlo del agujero en el que se había caído, descubrió el mayor emplazamiento de momias del mundo. Las momias de oro de Bahariya deben su nombre a unas máscaras doradas que cubren sus rostros, y que ante el haz de mi linterna parecían cobrar vida, mirando furiosas al extranjero que osaba profanar su sueño. No me extraña que el mismo doctor Hawass, según me confesó personalmente, tuviese pesadillas durante varias noches con dos de las momias infantiles que extrajo de Bahariya y que sólo cesaron cuando volvió a reunirlas con las de sus padres.
En las fosas principales pude ver apenas una docena de momias, extraídas de sus nichos, y mal protegidas del viento y las inclemencias con telas, o incluso con una puerta de armario colocada encima. Según los cálculos de Zahi Hawass, en Bahariya podía haber unas diez mil de aquellas momias, que no serán extraídas de sus fosas, por el momento, sencillamente porque ya no queda más sitio físico en los museos para colocarlas y clasificarlas debidamente. Y si han aguantado tantos siglos enterradas en la arena, es porque no existe mejor conservante natural para una momia. En la actualidad, el viajero puede contemplar algunas de las momias de oro tanto en el Gran Museo Egipcio de Antigüedades de El Cairo como en el museo de Bahariya. Y lo mismo puede decirse, según me explicó el doctor Hawass, del 70 por ciento de las antigüedades egipcias. «No hemos desenterrado más que un 30 por ciento», me explicó el máximo responsable de la arqueología en Egipto en su despacho de la meseta de Giza.
Lo que no me explicó es que el descubrimiento de las momias de oro se mantuvo durante muchos años en secreto, esperando el momento oportuno, esto es, alguna bajada del nivel de afluencia turística al país del Nilo. Cuando el inspector arqueológico de Bahariya, Muhammad Ayad, me desveló que el descubrimiento de las momias de oro data de principios de los 90, aunque no se publicó su existencia hasta finales de la década, confieso que no podía entender ese secretismo:
«Mr. Carballal, Egipto vive del turismo. No podemos prescindir de él. Por eso, cuando los turistas dejan de venir, debemos tener algo para volver a interesar a la prensa internacional, y que el turismo vuelva a visitarnos. Si se fija, la mayoría de estas noticias aparecen en los meses de verano, o un poco antes... para que los turistas tengan tiempo de decidir que el destino de sus vacaciones debe volver a ser Egipto».
El arqueólogo me había dado, sin saberlo, otra clave fundamental que me ayudaría a comprender cosas como lo que yo vi con mis propios ojos en la quinta cámara de descarga de la Gran Pirámide de Keops, ya que no lo he visto publicado en ninguno de los libros, documentales o páginas web sobre el Egipto faraónico que conozco...
© Carballal, 2005
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