Cada día, a los quince millones de habitantes de El Cairo se unen otros dos millones que llegan a trabajar a la capital desde las afueras. El crecimiento desmedido de la ciudad (en 1967 eran sólo cuatro millones) la ha convertido en un monstruo colosal, de febril actividad las veinticuatro horas al día. No es posible describir cosas como el tráfico en El Cairo si no las has vivido. Decir que cientos de miles de vehículos transitan sin cesar tocando el claxon, haciendo caso omiso a las señales de tráfico, los semáforos o los policías, en una locura circulatoria única en el mundo, es quedarse corto. Hay que ir allí y tomar un taxi para comprenderlo. No hay montaña rusa en ningún parque de atracciones del planeta que pueda igualar la adrenalina de este trayecto. Salvo, quizá, tomar un rickshaw en Benarés para visitar los ghats del río Ganges...
Quizá fuera por ese frenesí, o por su gastronomía, o por sus monumentos, pero El Cairo siempre ha sido una ciudad de paso para viajeros de todo el mundo, que a lo largo de toda la historia visitaron esta capital en alguna ocasión. Y todavía hoy es posible encontrarse en cualquier restaurante, en cualquier hotel o en cualquier café de El Cairo personajes insólitos que, de una u otra manera, pueden enriquecernos como seres humanos: visionarios esotéricos que buscan su reencarnación anterior en el Nilo, aventureros sedientos de adrenalina que intentan emular a Lawrence de Arabia, misioneros o cooperantes entregados a la lucha contra enfermedades, como la lepra, que aún diezman a los egipcios...
Y precisamente en la cafetería de mi hotel vi por primera vez a dos personas que terminarían jugando un papel definitivo en esta aventura. María es una criatura excepcional en todos los sentidos. A pesar de que su familia está muy vinculada al Opus Dei, ella no pertenece a la Obra. Sin embargo, está tan entregada como sus padres y abundantes hermanos al trábajo social. Cuando la conocí era la responsable de una empresa que daba empleo exclusivamente a jóvenes con una deficiencia psíquica. Y no puedo negar que quedé prendado de su belleza, tanto interior como exterior, en cuanto vi sus ojos profundamente azules por primera vez. Con María viví una hermosa historia a orillas del Nilo que jamás sacaría a colación de no ser porque terminó por convertirse en mi compañera de aventuras y mi único testigo en el interior de las cámaras prohibidas de la Gran Pirámide.
Wael, por el contrario, es uno de mis guías en Egipto. Licenciado en historia, conoce perfectamente todas las «versiones oficiales» sobre el pasado de sus monumentos, pero, como ferviente creyente en el islam más popular, también conoce y comparte las creencias más arraigadas de los descendientes de los faraones. Y a través de Wael terminaría por conocer extraordinarias leyendas y supersticiones sobre las pirámides o los templos egipcios que no constan en los libros de egiptología.
María y Wael son dos polos antagónicos de mis experiencias en Egipto. Un país de contrastes y paradojas continuas, donde los paisajes y las gentes cambian a cada kilómetro de viaje. Del tropical valle del Nilo a las áridas llanuras del Sinaí, pasando por los lunares paisajes del desierto blanco. De la pálida tez mediterránea de los habitantes de Alejandría a la piel negra de los nubios del sur. La capital no es menos paradójica. Ofrece muchas estampas interesantes al viajero. Demasiadas para resumirlas todas aquí, pero nadie debería pasar por El Cairo sin darse unas horas para disfrutar de los brutales contrastes. Hay que fumarse una shisha en el Khan Al Khalili, uno de los zocos más grandes del mundo árabe, y luego hacer algunas compras en el hiper-cosmopolita centro urbano, repleto de hoteles, comercios y restaurantes de lujo occidental. Después puedes atravesar el espejo de Alicia y aparecer en El Cairo islámico que crece alrededor de la Ciudadela, con sus callejuelas zigzagueantes, mezquitas y escuelas coránicas. Otro salto y apareces en el barrio copto, de silencios serenos que contrastan con el bullicio del centro, presididos por unas iglesias cristianas tan antiguas como el Evangelio. En un abrir y cerrar de ojos, el Egipto faraónico de la avenida de las Pirámides: majestuoso, exhibicionista, en contraste con el pudor cristiano...
No, en El Cairo hay demasiadas cosas como para intentar resumir su espíritu plural en un puñado de páginas. Cada viajero puede encontrar en la capital del Nilo lo que busca. Yo también. Y en este caso eran los misioneros de la orden comboniana, que trabajan a orillas del Nilo desde su fundación. La orden de Comboni acoge a sacerdotes y laicos que sintonizan con su espíritu misionero para atender las obras comenzadas en Egipto hace más de un siglo.
Nacido en el norte de Italia el 15 de marzo de 1831, Daniel Comboni sintió una pronta vocación de servicio. Se ordenó sacerdote y partió hacia Egipto en 1847. En septiembre de ese año comenzó su viaje desde Alejandría, remontando el Nilo, en una aventura de dos mil cuatrocientos kilómetros y cinco meses de viaje que cambiaría su vida para siempre. La vida de Comboni, como la de cualquier otro viajero, explorador y misionero, es fascinante. Baste decir que terminó dando nombre a una nueva orden misional a la que debo mucha ayuda en mis viajes.
Confieso que soy uno de los asiduos visitantes del Museo Africano que la sede central de los Misioneros Combonianos tienen en la calle de Arturo Soria, 101, de Madrid. También me confieso lector compulsivo de su revista, Mundo Negro, desde hace muchos años, así como de muchos de los libros, fundamentalmente escritos por misioneros, que produce su editorial homónima. La obra de Daniel Comboni a favor de los desheredados del mundo es ingente. Y lo que es más meritorio, casi sin ayudas. Porque, cuando a finales de 1869 Daniel Comboni asistió al Concilio Vaticano I en calidad de teólogo del obispo Canossa, su intención era hacer oír la voz de África en la Santa Sede. Para ello no escatimó esfuerzos en proponer al concilio incluir en el orden del día la situación del continente negro, que no estaba en la agenda conciliar. Tal idea se concretizó en el documento llamado Postulatum, apoyado por otros obispos de misiones que asistían al concilio venidos desde China, Japón, India, etc.
En el Postulatum, Comboni exponía ante los obispos la situación del África central, la llamada «Negricia», que empezaba en Egipto y se extendía hacia el oeste por unos terrenos aún desconocidos. Y rogaba a Roma que se fijara en el dolor de África y facilitara misioneros y ayudas para su evangelización. Pero debido a la guerra que estalló en Europa, el concilio tuvo que ser suspendido y ya no volverá a reunirse. Sus intentos por hacer que la Iglesia Universal escuchara el gemido de África fueron en vano. Comboni continuó dos años más en Europa buscando ayudas. La clausura del concilio había sido un duro golpe, pero en El Cairo ya había seis sacerdotes, cuatro hermanos y un seminarista trabajando con los más pobres sin contar con ningún apoyo vaticano.
Otros de sus misioneros habían iniciado viajes hacia el interior del desierto; otros, desde el sur, se internaron en el Africa negra a través de Nubia. En definitiva, desde Egipto los primeros combonianos irradiaron su obra social por toda África. Y en el año 2005 lo continúan haciendo. El padre José Abellano Hernández es el superior de los misioneros combonianos en El Cairo. Su sede está en la calle de Ramsés, número 47. Y desde allí se coordinan proyectos de desarrollo misionero por todo el país. Quizá uno de los más llamativos sea las leproserías de Abou Zaabal, en Heliópolis, y la de Armella, en Alejandría.
Si el viajero quiere apartarse un poco de los circuitos turísticos y ver un Egipto diferente puede acercarse a Heliópolis, la antigua capital faraónica donde, según la leyenda, el ave Fénix resurgía de sus cenizas. Arqueológicamente hoy queda muy poco que ver en Heliópolis, pero todavía es posible asistir, día a día, al místico renacimiento de un grupo de misioneras combonianas que mueren de agotamiento cada noche por su lucha tenaz contra la lepra, para resurgir de sus cenizas cada mañana, renovadas por una fe que envidio y admiro.
La comunidad comboniana de Heliópolis funciona desde 1985 a petición del Ministerio de Sanidad egipcio, que desde 1967 recibía la colaboración misionera de Cáritas en la lucha contra la lepra. Al principio el proyecto de Heliópolis reunía a voluntarios de diferentes confesiones religiosas, como las hermanas elisabetinas, pero poco a poco las combonianas fueron quedándose solas ante el peligro, y en la actualidad tres misioneras —Maria Attillia Dall'Armi, Rosalbina Seri y Linantonia Dal Balcon— llevan el peso de este proyecto, que no se limita a aliviar el dolor de los enfermos, sino que en los últimos años se ha ampliado con una escuela infantil que combate el analfabetismo, y un centro de promoción de la mujer, donde se enseña un oficio a las musulmanas para darles una opción de futuro, sin que dependan totalmente de los hombres.
Aquellas combonianas, especialmente Linantonia Dal Balcon, así como su superior José Abellano, conocen mejor que nadie los misterios de Egipto. Y no hablo sólo de piedras antiguas. Conviven día a día con los descendientes de los faraones y de los obreros que construyeron sus templos, y con frecuencia tienen que enfrentarse a las supersticiones y creencias, mezcla del animismo africano, el islam y los antiguos cultos egipcios, que son incompatibles con el cristianismo que ellos imparten. ¿Qué mejores asesores podría encontrar un buscador de los dioses en el país del Nilo?
En realidad, los cristianos llegaron a Egipto mucho antes que Comboni. De hecho, Egipto tiene un gran protagonismo en la historia del judeocristianismo y cada día los arqueólogos descubren nuevos elementos relacionados con la Biblia que no siempre ratifican la tradición de la Iglesia. Todos conocemos la vinculación del Antiguo Testamento con este país. Moisés, José, Isaías, etc., vivieron en Egipto en algún momento. Sin embargo, el Nuevo Testamento también ha dejado su impronta en la historia de Egipto. Dice el evangelio de Marcos (2:13):
«Después que se marcharon, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo..."».
Todavía hoy en El Cairo podemos visitar una pequeña iglesia construida sobre la casa en la que, según la tradición, vivieron José, María y Jesús durante su éxodo egipcio. De hecho existe toda una ruta de la Sagrada Familia en Egipto, que recorre El Zaranik y Ferna, Basta, Mostorod, Sakna y Samanoud, Matareya y Zeitun, etc. Sin embargo, y dejando de lado tradiciones más piadosas que históricas, es indudable que la presencia cristiana en Egipto tiene tres periodos bien definidos: el judío, el helenista y el copto.
Ya entre el año 50 y el 100 d.C. un grupo de cristianos judíos, que vivían en los asentamientos hebreos, fueron el nexo de unión entre la naciente iglesia cristiana egipcia y los apóstoles de Jesús. De hecho, la tradición egipcia venera unánimemente a san Marcos como el fundador de la sede apostólica de Alejandría, ordenando obispo a Aniano en el año 62. Ésa es la fecha en que se data, según los historiadores vaticanos, la primera misión cristiana en Africa.
Los egiptólogos y los arqueólogos bíblicos han descubierto papiros que mencionan la existencia de comunidades cristianas en Egipto ya en el año 100, e incluso fragmentos del evangelio de Juan datados en el 120. Sin embargo, ya en épocas tan tempranas los primeros cristianos comenzaron a fragmentarse en pequeños grupos, sectas y herejías, tal y como lo demuestran los textos de Nag Hammadi, descubiertos en 1948, acerca de las iglesias gnósticas y la gradual desaparición de los cristianos judíos de Egipto a favor de la gnosis o de otras faunas de cristianismo condenadas por Roma.
Paralelamente en Alejandría, que continuaba siendo una ciudad de espíritu griego pese a la conquista romana del 30 a.C., la Escuela Teológica Alejandrina mantenía la tradición llegada a Egipto con Marcos y Pedro (esto último no compartido por todos los historiadores) frente al avance del gnosticismo. La Escuela Teológica de Alejandría fue fundada por Panteno en el 180, y su labor fue continuada después por Clemente de Alejandría, y en su momento más álgido por Orígenes. Este padre de la iglesia influyó definitivamente en la evolución del cristianismo frente a la herejía gnóstica en el Egipto que ahora conocemos, y en toda la teología cristiana en general. Tanto que no tardó en establecerse el Patriarcado de Alejandría, confiriendo a Egipto un protagonismo fundamental en el cristianismo de la época, sólo superado por Roma.
La defensa que hacía Alejandría del dogma de la Santa Trinidad era muy valorada, ya que las nuevas herejías, como el arrianismo, que empezaron a florecer en el país de los faraones, ganaban adeptos en todos los frentes. Por eso Orígenes buscó el apoyo de los monjes, que en su mayoría eran coptos, para apoyar el dogma oficial sobre Cristo. Como aclara el misionero y profesor de historia de la religión John Baur:
«El término "copto" es un equivalente árabe de "egipcio", y actualmente se aplica a los egipcios no islamizados, pero fue adoptado también por la antigua población de Egipto no helenizada».
El rural y el Alto Egipto fueron su área de expansión, y el Patriarcado de Alejandría prestó gran atención a esta iglesia cristiana egipcia no helenizada que creció abundantemente llegando a desarrollar una liturgia propia. Sin embargo, los coptos terminarían estableciendo su propia teología, alejada de Roma, y radicalizada, por puro instinto de supervivencia, tras la conquista de Egipto por los musulmanes, en el 640. Desde ese momento los coptos vivieron tiempos difíciles. Y todavía hoy existe una velada discriminación de los cristianos en Egipto como en otros países oficialmente musulmanes. Con uno de ellos, el padre Bigoal Mussa, me reuniría en su despacho, justo en la parte de atrás de una iglesia copta que alcanzó una fama internacional a partir del 2 de abril de 1968: la iglesia de Nuestra Señora de Zeitun.
Tomando el metro en la estación de Sadat, justo frente al Gran Museo Egipcio de Antigüedades de El Cairo, en dirección a El Marg, sólo diez bocas de metro nos separaban de la estación Helmiyet El Zeitun. Una vez allí no nos costará ningún trabajo encontrar esta pequeña iglesia que acaparó las primeras páginas de la prensa egipcia. Y creo no exagerar si califico las apariciones de Zeitun como el Lourdes o el Fátima egipcio. Aunque no fue el primero ni el último. Supongo que la iglesia copta no puede renunciar a la mentalidad mágica de su herencia africana. O quizá es que los coptos son tan devotos y bienintencionados como los cristianos del resto del mundo. Pero lo cierto es que en Egipto existen tantos enclaves de apariciones de la Virgen como en cualquier otro país cristiano. Para que se aparezca la Virgen María lo único imprescindible es que existan creyentes en la Virgen María. Por eso cuando en 1983 miles de personas presenciaron las extrañas apariciones de una «mujer de blanco» sobre la iglesia copta de San Damián, en Shoubra (un suburbio de El Cairo), todos concluyeron que debía de ser la Madre de Jesús que regresaba a la misma tierra que recorrió en su éxodo con su marido José.
En 1987 el patriarca copto Shenouda III concluyó que las apariciones eran auténticas. Lo mismo ocurrió en el año 2000, en el otro extremo de Egipto. En la ciudad sureña de Assiut, y tras la visita de Juan Pablo II a El Cairo, la Virgen comenzó a aparecerse, esta vez sobre la iglesia de San Marcos, a partir del 17 de agosto. Nuevamente infinidad de testigos declararon, según la prensa local, que habían visto extrañas luces sobrevolando la cúpula de la iglesia y a una mujer vestida con un manto azul. Y de nuevo la autoridad eclesiástica, esta vez el secretario del Consejo de Iglesias de Assiut, el obispo Mina Hanna, argumentó que la Virgen había regresado a un lugar que había visitado en vida.
Sin embargo, el Lourdes por excelencia de Egipto es Nuestra Señora de Zeitun, el lugar en el que ahora me encontraba. El sacerdote copto, de aspecto rollizo y bonachón, respondió amablemente a todas mis preguntas, e incluso tuvo la amabilidad de regalarme algunas de las «evidencias» del milagro, como una serie completa de fotos tomadas a la Santísima Virgen durante las apariciones en la cúpula de esta iglesia. Según me aseguraba el padre Bigoal Mussa, nunca se habían dado tantas pruebas de una aparición. Claro que en todos los enclaves marianos del mundo me han dicho lo mismo. No obstante, reconozco que las apariciones de Zeitun son muy interesantes, ya que en pocas ocasiones la prensa local dedica tantas portadas a uno de estos episodios, ilustrando sus crónicas con tantas fotos del supuesto «milagro».
El viajero que visite esta iglesia podrá examinar por sí mismo los artículos de prensa de la época ya que están expuestos en una vitrina a la entrada del recinto. Y a través de ellos podrá conocer con detalle la evolución de los extraños sucesos que se dieron aquellas noches. Además, lo primero que llama la atención al visitar Zeitun es que la iglesia no es muy alta, con lo cual la aparición, tal y como se ve en las fotos, estaba realmente más cerca de los testigos de lo que parece.
Todo empezó, según la prensa, cuando un grupo de vecinos del barrio vio a una mujer vestida de blanco en la cúpula de la iglesia. Creyendo que era una suicida alertaron a la policía, pero la mujer desapareció misteriosamente para reaparecer a la noche siguiente, y a la otra. A veces rodeada de luces, otras de lo que parecían grandes palomas blancas, etc. Kyrillos VI, patriarca copto de la época, organizó una comisión de investigación, concluyendo que las apariciones eran auténticas.
No es el lugar apropiado para hacer un ensayo teológico sobre las particulares características que diferencian a las apariciones marianas en Egipto de las que se producen en países occidentales. Está claro que las diferencias litúrgicas, teológicas y doctrinales entre el catolicismo y el cristianismo copto influyen en la manifestación de la «divinidad». Por eso las apariciones en Egipto son multitudinarias, y no ante unos pocos pastorcillos; por eso las apariciones en Egipto no transmiten un mensaje doctrinal, ni de ningún otro tipo, susceptible de ser utilizado por el gobierno del momento, como en Lourdes, Fátima, Guadalupe, etc.
De mi entrevista con el responsable de la iglesia de Zeitun quiero destacar la existencia de un hospital, situado pared con pared del recinto copto, al que acuden los devotos de la Virgen que buscan una sanación milagrosa de manos de María. Igual que en Fátima, en Zeitun se amontonan los lisiados y paralíticos desbordantes de fe. Igual que en Lourdes, una comisión médica (copta) certifica las «milagrosas» curaciones de los creyentes. Igual que en Guadalupe, la picaresca y el negocio millonario convive con la fe mariana de los peregrinos...
En conclusión, cualquier viajero que visite Nuestra Señora de Zeitun y haya conocido otros enclaves marianos europeos u americanos se concienciará de cómo la fe de los enfermos, de los paralíticos, de los desheredados de la medicina es exactamente igual de urgente, de hambrienta, de desesperada en Egipto que en Francia, Portugal, México o Roma. El dolor, como la fe, nos hace iguales a todos, sin distinción de raza, credo o patria. El cáncer, el sida o las tetraplejias son profundamente democráticos. Matan sin distinción de clases sociales.
© Carballal, 2005
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